El título de esta nota pertenece al prólogo que César Antonio Molina hace a las ODAS DE RICARDO REIS, de FERNANDO PESSOA 
| 
 
Maestro, son plácidas 
todas las horas 
que nosotros perdemos, 
si en el perderlas, 
cual en un jarrón, 
ponemos flores. 
 
 
No hay tristezas
 
ni alegrías 
en nuestra vida. 
Sepamos así, 
sabios incautos, 
no vivirla, 
 
 | 
tranquilos, plácidos, 
teniendo a los niños 
por nuestros maestros, 
y los ojos llenos 
de Naturaleza... 
 
 Junto al río,
 
 
junto al camino, 
según se tercie, 
siempre en el mismo 
leve descanso 
de estar viviendo. 
 
 | 
no nos dice nada. 
Envejecemos. 
Sepamos, casi 
maliciosos, 
sentirnos ir. 
 
 
 
No vale la pena
 
hacer un gesto. 
No se resiste 
al dios atroz 
que a los propios hijos 
devora siempre. 
 
 | 
 
 
 
Cojamos flores.
 
Mojemos leves 
nuestras dos manos 
en los ríos calmos, 
para que aprendamos 
calma también. 
 
 
 
Girasoles siempre
 
mirando al sol, 
de la vida nos iremos 
tranquilos, teniendo 
ni el remordimiento 
de haber vivido. 
 
 | 
*********************************************************
El poeta portugués Fernando Pessoa introdujo la noción de heterónimo en teoría literaria y es el mayor y más famoso ejemplo de producción de heterónimos.
Para él ellos eran otros de él mismo, personalidades independientes y autónomas que vivían fuera de su autor con una biografía propia, esto es dotados de distintos caracteres que fraguasen lo que él llamó “drama em gente”.
|  | 
| Fernando Pessoa, Heteronimia | 
Son, por así decirlo, una especie de alter ego u otro yo del autor.
Así fueron creados los autores Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Bernardo Soares, Antonio Mora, entre muchos otros de menor importancia y desarrollo, algunos de ellos femeninos, hasta un número total de 70, escribiendo una obra poética para cada uno.
Como botón de muestra... 
   
   
   
LIBRO DEL DESASOSIEGO
DE BERNARDO SOARES 
Por Fernando Pessoa en Traducción de Angel Crespo
1
(PREFACIO)
Hay en Lisboa unos pocos restaurantes o casas de comidas en los que, 
encima de una tienda con hechuras de taberna decente, se alza un 
entresuelo que tiene el aspecto casero y pesado de un restaurante de 
ciudad pequeña sin tren. En esos entresuelos poco visitados, excepto los
 domingos, es frecuente encontrar tipos curiosos, caras sin interés, una
 serie de apartes en la vida.
El deseo de sosiego y la conveniencia de los precios me han llevado, 
durante un período de mi vida, a ser parroquiano de uno de esos 
entresuelos. Sucedía que, cuando tenía que cenar a las siete, casi 
siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al principio no me 
interesó, empezó a interesarme poco a poco.
Era un hombre que aparentaba unos treinta años, magro, más alto que 
bajo, encorvado exageradamente cuando estaba sentado, pero menos cuando 
estaba de pie, vestido con cierto descuido no totalmente descuidado. A 
la cara pálida y sin facciones interesantes, un aire de sufrimiento no 
le añadía interés, y era difícil definir qué especie de sufrimiento 
indicaba aquel aire; parecía indicar varios: privaciones, angustias y 
ese sufrimiento que nace de la indiferencia de haber sufrido mucho.
Cenaba siempre poco, y terminaba fumando tabaco de hebra. Observaba 
de manera extraordinaria a las personas que había allí, no de modo 
sospechoso, sino con un interés especial; pero no las observaba como 
escrutándolas, sino como si le interesasen y no quisiera fijarse en sus 
facciones o analizar las manifestaciones de su carácter. Fue este rasgo 
curioso el que primero hizo que me interesase por él.
Pasé a verle mejor. Me di cuenta de que un aire inteligente animaba 
de cierto modo incierto sus facciones. Pero el abatimiento, la inercia 
de la angustia fría, ocultaba tan regularmente su aspecto que era 
difícil entrever, además de éste, cualquier otro rasgo.
Supe incidentalmente, por un camarero del restaurante, que era un empleado comercial, de una firma de allí cerca.
Un día sucedió algo en la calle, por debajo de las ventanas: una 
escena de pugilato entre dos individuos. Los que estaban en el 
entresuelo corrieron hacia las ventanas, y yo también, y también el 
individuo del que estoy hablando. Cambié con él una frase casual, y me 
respondió en el mismo tono. Su voz era empañada y trémula, como la de 
las criaturas que no esperan nada, porque es perfectamente inútil 
esperar. Pero resultaba, por ventura, absurdo conceder esa importancia a
 mi compañero vespertino de restaurante,
No sé por qué, empezamos a saludarnos desde aquel día. Un día 
cualquiera, en el que tal vez nos aproximó la circunstancia absurda de 
coincidir el que ambos fuésemos a cenar a las nueve y media, empezamos 
una conversación accidental. A cierta altura, me preguntó si escribía. 
Respondí que sí. Le hablé de la revista Orpheu, que había aparecido 
hacía poco. La elogió, la elogió mucho, y yo me quedé verdaderamente 
pasmado. Me permití hacerle la observación de que me extrañaba, porque 
el arte de los que escriben en Orpheu suele ser para pocos. Por lo 
demás, añadió, aquel arte no le había ofrecido verdaderas novedades: y 
tímidamente observó que, no teniendo dónde ir ni qué hacer, ni amigos a 
los que visitar, ni interés en leer libros, solía gastar sus noches, en 
su cuarto alquilado, escribiendo también.
|  | 
| Fernando Pessoa, un corazón de nadie. | 
 
DE BERNARDO SOARES
Por Fernando Pessoa en Traducción de Angel Crespo
1
(PREFACIO)